Carlos Mantilla y Odilio Blanco fueron compañeros de colegio y, para nuestro dolor e infortunio, víctimas mortales del covid-19. Nos juntamos cuando yo tenía diez años, cursando sexto grado en la Escuela Normal Nacional Mixta de Piedecuesta, así se llamaba la Institución durante el tiempo que nos formamos como maestros bachilleres, entre 1984 y 1989. En ese primer año, con Carlos compartimos el mismo grupo escolar, bajo la dirección del profesor Samuel Buitrago, 603. Sólo varones. Mientras Odilio hacía parte del curso mixto, 601, dirigido por la docente Leonor Galvis.
Entre clases, deberes, parranda y fútbol, se tejió con Odilio un compañerismo más próximo a la amistad. Fuimos colegas de clase desde el grado séptimo hasta décimo. Durante muchas tardes, incluso noches, en la casa de la sexta con décima, de Piedecuesta, convertimos la oficina de su señor padre, abogado, en centro de operaciones académicas. Sin embargo, con Óscar Mauricio, alias Parrita, teníamos que sufrir el asedio sexual de Muñeca, cada vez que entraba en celo perruno. Ese era el precio a pagar por el cunar de la silla de gerencia, por la amplitud del escritorio vinoso y por utilizar los diccionarios enciclopédicos, dispuestos tras las vidrieras de la biblioteca jurídica. Al arribar el cambio de voz y dispararse el afán hormonal, tuve que acompañarle en su primera decepción amorosa. Fungí de anti-cupido escribiendo, a su nombre, las cartas más ofensivas. La compañera de clase, blanco de su amor y odio, no merecía indiferencia; sí la bofetada sutil del Larousse. Luego de su coronaria recuperación y para envidia de muchos, se convirtió en maestro de valses, edecán de quinceañeras, lindo del parque y concursante de lambada.
En 1987, cursando noveno grado, junto con Jhonson (q.e.p.d), Chito (q.e.p.d), Acelas y Jhon Frassier, Carlos conformó La Rosca Full (L.R.F), que algunos solíamos llamar La Rosca Floja. Diseñaron una camiseta a manera de distintivo, donde aparecía, con una gama tridimensional de colores, el apodo de quien la portaba junto al nombre de la novia respectiva. Moncho, Chío, Chito, Fercho son algunos de los remoquetes que aún recuerdo. Los apaños falderos nunca sobraron, los uñetazos tampoco. Cada quien iba construyendo su propia historia e identidad echando mano a la despensa cultural de aquellos años, eso sí, siempre en compañía de quienes reconocíamos cercanos y cómplices. Mantilla se hizo más artista. Se mantuvo más ligado a la paleta de colores que de alcoholes, tanto así que en 1988, gracias a su ingenio, la Escuela Normal se quedó con el primer lugar en el diseño del cartel oficial de la Semana Cultural de aquel entonces. Además, al lado de Jhonson, dirigió la Banda de Honor del colegio. Gracias a él aprendí a girar la baqueta entre los dedos índice y medio de mi mano derecha. Gesto que aún me lo recuerda cada vez que me descubro haciendo remolinos en el aire con cualquier lapicero.
Hay más.
La primer vez que bailé al ritmo de las luces de discoteca se debió a la curiosidad tecnológica del hijo del señor Rogelio. Si los archivos neuronales no me traicionan, fue en casa de Maritza, del barrio La Castellana, adonde Carlos llegó con un pequeño dispositivo transparente. Fue esa noche cuando aprendimos a titilar al compás de Pancho Villa, ampliándose nuestro universo lexical con la palabra strober.
El paso del tiempo nos puso por caminos diferentes. Odilio no se graduó con nosotros; lo hizo, un año después, en el Colegio Balbino García. Luego, se convirtió en retratista Policial, ganándose su pensión a punta de lápiz; incluso se postuló como candidato al concejo municipal de Piedecuesta, intentando montarse en los mismos zapatos de su progenitor.
Carlos se hizo licenciado y directivo. Concursó y ganó una de las coordinaciones de la Institución Educativa donde egresamos hace más de treinta años; allí mismo fue rector encargado, al igual que en el Colegio Cabecera del Llano. En la Administración Municipal, de un político plagiario y conservador, cuyo nombre felizmente olvidé, ejerció de Secretario de Educación, obviamente sin ganarse demérito alguno.
No conocí la familia que Odilio conformó. De Carlos sólo la certeza que fue la eterna pareja de Nelly, compañera también de nuestra Promoción 89. Para una y otra familia mis más sinceras condolencias. La muerte de ambos, así como la de Jairo, Chito, Ángela y Jhonson, es una pérdida irremediable y a destiempo. A todos y a Ángela les sobraba vida, afecto, ideas y tenacidad para bregar por los suyos y por la transformación de nuestra sociedad. En sus precipitadas desapariciones está presente la tragedia histórica de este país. Madres y padres continúan sahumando con novenas los retratos de sus hijas, de sus hijos. La diferencia política sigue resolviéndose contra el paredón. El precio por mantenerse vivo se mantiene al alza. Pareciera como si la única opción que nos resta fuera acelerar frente al abismo, anticiparnos los dies irae.
Al final, sólo queda por decir: Carlos y Odilio, buen viaje y hasta siempre; aquí nos quedamos sin ustedes, aguardando otro tinto otra cerveza en cualquier esquina de ultratumba.