Luego de dos semanas de mi llegada comencé a escuchar las primeras señales de vida. Provenían de la habitación de enfrente. Cada vez que necesito salir a comprar una que otra provisión de comida debo recorrer la mitad de un pasillo decorado a lado y lado por figuras rectangulares de colores vivos, distanciadas simétricamente. Según opiniones de mis colegas corresponden a puertas de acceso a cada habitación, que como la mía, hacen parte de la residencia estudiantil. El sólo hecho de estar habitando uno de sus reductos les da a mis colegas una razón argumentativa contundente, difícil de contrariar. Ellos habitan otro edificio, que sólo conozco por fuera, lo cual refuerza mis teorías conspirativas, como extrañamente suelen llamarlas.
Pero a partir de esa noche llegué a creer que mis compañeros tenían razón. Durante la primer semana de estancia me negué a aceptar que aquellas cosas rectangulares, de mayor altura que anchura, fueran puertas de habitaciones normales. Nunca había encontrado en mis recorridos transitorios por ese pasillo un sólo vestigio humano. Es más, creía que aquello no era residencia estudiantil alguna sino una especie de caja gigante de experimentos donde yo era el único conejillo de indias y mis compañeros cumplían a la perfección el papel de cómplices bien remunerados. Pero la tos de mujer sí provenía de lo que ellos llamaban habitación de enfrente. Era un martes, había terminado de cenar lo mismo de siempre: un sandwich de jamón con queso y mantequilla. Pensé que el ruido provenía de la calle. Al cerrar la ventana constaté que no. Abro la puerta, miro a ambos extremos del pasillo. Con sigilo pego mi oreja a la madera fría. Escucho el trasegar de una silla, papeles sobre una mesa seguidos de una incontenible tos de mujer.
Las clases terminaban siempre a las cinco de la tarde. Comencé a inventar excusas con el fin de salir media hora antes. Aumenté la frecuencia de mis escuchas, siempre poniendo un pañuelo entre el frío de la puerta y mis orejas. Le echaba la culpa a la caída en picada de la temperatura, comenzaba noviembre y el invierno estaba cansado de tanto esperar, con lo cual las afecciones respiratorias se ponían al orden del día. Hubo tres noches en las cuales no paró de toser, hasta mis sueños llegó su dolencia terrenal disfrazada de tía, de hermana, de abuela y de bestia mitad humana. Me despertaba asustado para constatar que era ella quien tachonaba de pesadillas los paisajes oníricos al otro lado de mi almohada. Nunca hubo respuesta a los llamados que hice a su puerta. Tan sólo una mezcla de silencio, con ajo y cebolla freída. Olores de un pasillo tapizado en rojo: la perfecta representación de una soledad disfrazada de compañía.
Aunque las diferencias fuesen abismales me vino a la memoria un cuento de Cortázar, comparé mi situación con la del argentino en su habitación de hotel y muchos sentimientos encontrados fueron ganando terreno a la altura del insomnio cuyo picoteo de pájaro nocturno comenzó a desesperarme después de la cuarta noche.
Cinco días sin salir de mi habitación. Había entrado en una completa depresión. Solo me levantaba de la cama al baño, cuando no era para comer cualquier cosa. Envié un email a los coordinadores de la universidad inventando una enfermedad infecto-contagiosa. Justo al borde de una crisis profunda descubro un sobre bajo la puerta.
Como si nos conociéramos tiempo atrás comenzó a hablarme sin parar, además de decir que era rusa de origen polaco, sus abuelos habían abandonado Varsovia cuando las cosas se pusieron calientes a inicios de la primera guerra mundial. Un pariente lejano que vivía a las afueras de Moscú había brindado lo necesario para que apenas se instalaran. Con su español fluido hizo una descripción pormenorizada de su vida en Rusia, de su sueño europeo y de aventurarse a estudiar en Francia. Las mujeres tienen una capacidad de hablar increíble, por eso son más hábiles con los idiomas que los hombres. Aún así, nunca me explicó el por qué de su extraña manera de invitarme a salir. Siempre el mismo tipo de sobre bajo la puerta. La fecha, el lugar y la hora en color rojo. La primera vez lo tomé a broma. Pero estuve frente a Le Grand Café de la Place d’Erlon, 17h30 del martes 14. Tampoco me habló de su afección de garganta ni de sus motivos iniciales para decidir hablarme, solo deslizaba largamente su mano derecha entre la rubia cabellera, mirándome con ojos grandes de diáfana profundidad, llenando el pecho con lentos suspiros mientras me quedaba absorto contemplando su belleza desde el lado opuesto de tanta pregunta.
Nunca me atreví a presentarla a mis demás compañeros. La escondía como se ocultan los calzoncillos rotos. Si bien era hermosa, el papel de tonta le calaba como anillo a vertedero. Intentaba explicarle que en mi clase yo era el único extranjero. Le mentía. Como los franceses adolecen del sentido de la integración, la única compañía para el estudiante extranjero son las máquinas de café. No le mentía. Estuvimos bailando una que otra noche en mi habitación. Aprendió rápido a bailar ritmos latinos. Decía que le encantaba el vallenato, yo lo detestaba. Su presencia comenzaba a fastidiarme. Comencé a negarme. Prefería recordarla como la tos misteriosa tras la puerta de enfrente. Dejé de responder a sus llamados. Añoraba imaginar aquella residencia como la caja gigantesca de experimentos donde la soledad se reproducía como una caries de colores a lado y lado de cada pasillo.
Regresé a mi caparazón. Puse el seguro desde dentro y tiré la llave por la ventana. Ajusté la cortina. Atrapé la oscuridad a las doce del medio día y me enjaulé con la noche.