domingo, 20 de junio de 2021

Rememorando en despedida

Fuente: Fotos de Facebook

Carlos Mantilla y Odilio Blanco fueron compañeros de colegio y, para nuestro dolor e infortunio, víctimas mortales del covid-19. Nos juntamos cuando yo tenía diez años, cursando sexto grado en la Escuela Normal Nacional Mixta de Piedecuesta, así se llamaba la Institución durante el tiempo que nos formamos como maestros bachilleres, entre 1984 y 1989. En ese primer año, con Carlos compartimos el mismo grupo escolar, bajo la dirección del profesor Samuel Buitrago, 603. Sólo varones. Mientras Odilio hacía parte del curso mixto, 601, dirigido por la docente Leonor Galvis. 

Entre clases, deberes, parranda y fútbol, se tejió con Odilio un compañerismo más próximo a la amistad. Fuimos colegas de clase desde el grado séptimo hasta décimo. Durante muchas tardes, incluso noches, en la casa de la sexta con décima, de Piedecuesta, convertimos la oficina de su señor padre, abogado, en centro de operaciones académicas. Sin embargo, con Óscar Mauricio, alias Parrita, teníamos que sufrir el asedio sexual de Muñeca, cada vez que entraba en celo perruno. Ese era el precio a pagar por el cunar de la silla de gerencia, por la amplitud del escritorio vinoso y por utilizar los diccionarios enciclopédicos, dispuestos tras las vidrieras de la biblioteca jurídica. Al arribar el cambio de voz y dispararse el afán hormonal, tuve que acompañarle en su primera decepción amorosa. Fungí de anti-cupido escribiendo, a su nombre, las cartas más ofensivas. La compañera de clase, blanco de su amor y odio, no merecía indiferencia; sí la bofetada sutil del Larousse. Luego de su coronaria recuperación y para envidia de muchos, se convirtió en maestro de valses, edecán de quinceañeras, lindo del parque y concursante de lambada. 

En 1987, cursando noveno grado, junto con Jhonson (q.e.p.d), Chito (q.e.p.d), Acelas y Jhon Frassier, Carlos conformó La Rosca Full (L.R.F), que algunos solíamos llamar La Rosca Floja. Diseñaron una camiseta a manera de distintivo, donde aparecía, con una gama tridimensional de colores, el apodo de quien la portaba junto al nombre de la novia respectiva. Moncho, Chío, Chito, Fercho son algunos de los remoquetes que aún recuerdo. Los apaños falderos nunca sobraron, los uñetazos tampoco. Cada quien iba construyendo su propia historia e identidad echando mano a la despensa cultural de aquellos años, eso sí, siempre en compañía de quienes reconocíamos cercanos y cómplices. Mantilla se hizo más artista. Se mantuvo más ligado a la paleta de colores que de alcoholes, tanto así que en 1988, gracias a su ingenio, la Escuela Normal se quedó con el primer lugar en el diseño del cartel oficial de la Semana Cultural de aquel entonces. Además, al lado de Jhonson, dirigió la Banda de Honor del colegio. Gracias a él aprendí a girar la baqueta entre los dedos índice y medio de mi mano derecha. Gesto que aún me lo recuerda cada vez que me descubro haciendo remolinos en el aire con cualquier lapicero. 

Hay más. 

La primer vez que bailé al ritmo de las luces de discoteca se debió a la curiosidad tecnológica del hijo del señor Rogelio. Si los archivos neuronales no me traicionan, fue en casa de Maritza, del barrio La Castellana, adonde Carlos llegó con un pequeño dispositivo transparente. Fue esa noche cuando aprendimos a titilar al compás de Pancho Villa, ampliándose nuestro universo lexical con la palabra strober. 

El paso del tiempo nos puso por caminos diferentes. Odilio no se graduó con nosotros; lo hizo, un año después, en el Colegio Balbino García. Luego, se convirtió en retratista Policial, ganándose su pensión a punta de lápiz; incluso se postuló como candidato al concejo municipal de Piedecuesta, intentando montarse en los mismos zapatos de su progenitor. 

Carlos se hizo licenciado y directivo. Concursó y ganó una de las coordinaciones de la Institución Educativa donde egresamos hace más de treinta años; allí mismo fue rector encargado, al igual que en el Colegio Cabecera del Llano. En la Administración Municipal, de un político plagiario y conservador, cuyo nombre felizmente olvidé, ejerció de Secretario de Educación, obviamente sin ganarse demérito alguno.

No conocí la familia que Odilio conformó. De Carlos sólo la certeza que fue la eterna pareja de Nelly, compañera también de nuestra Promoción 89. Para una y otra familia mis más sinceras condolencias. La muerte de ambos, así como la de Jairo, Chito, Ángela y Jhonson, es una pérdida irremediable y a destiempo. A todos y a Ángela les sobraba vida, afecto, ideas y tenacidad para bregar por los suyos y por la transformación de nuestra sociedad. En sus precipitadas desapariciones está presente la tragedia histórica de este país. Madres y padres continúan sahumando con novenas los retratos de sus hijas, de sus hijos. La diferencia política sigue resolviéndose contra el paredón. El precio por mantenerse vivo se mantiene al alza. Pareciera como si la única opción que nos resta fuera acelerar frente al abismo, anticiparnos los dies irae

Al final, sólo queda por decir: Carlos y Odilio, buen viaje y hasta siempre; aquí nos quedamos sin ustedes, aguardando otro tinto otra cerveza en cualquier esquina de ultratumba.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Encuentros


Recuerdo aquel día como si fuera hoy. Luego de mis cuatro horas de sol en la mañana, de compartir la misma piedra con la vecina de siempre, de alimentarme sin tanta prisa y justo cuando me preparaba para guarecerme del agua que empezaba a caer, pude darme cuenta de su presencia. El primero en llegar caminaba de manera extraña. No como nosotros. Se sostenía en sus patas traseras de una manera soberbia que envidia despertaba. Algunos corrieron despavoridos a esconderse. Yo, al igual que el jefe, corrimos hacia la cima de la escalinata. Llevábamos toda una vida en aquel lugar, conocíamos a la perfección las rutas de escape ante cualquier peligro. Guarecidos por la lluvia pudimos estirarnos hasta obtener una visión más amplia del terreno sin el peligro de ser descubiertos. 

Su piel también era extraña. Empezaron a aparecer en grupos de a tres. Parecían estar perdidos. El jefe con un movimiento de cabeza me dio indicaciones de tomar el otro atajo hasta el Templo Principal. Dio las mismas indicaciones a otros tres que nos acompañaban ubicándolos en el de la Cruz, el de la Cruz Foliada y en el del Sol. Me escurrí por la selva como sabía hacerlo y al comenzar a trepar los primeros peldaños del templo, tuve un extraño presentimiento. 

Desde la cúspide del Templo Principal se obtiene una panorámica completa del lugar. Allí tuve la certeza que nos habían invadido. Con las señas convenidas le informé al jefe que la plazoleta estaba atestada de aquellos. Mis otros compañeros enviaron noticias parecidas desde sus respectivos puntos de vigía.

Lo demás ya es por todos conocido. Pasaron algunas lunas y aquellos seres extraños llegaron acompañados de unos monstruos gigantescos. Los árboles fueron cayendo como mangos maduros. La selva fue herida y las aguas re-encaminadas. No sé cuántos años desde aquella vez, solo sé que ahora me resultan más familiares. A veces se acercan a nosotros con unos objetos especiales a través de los cuales parecen observarnos. Algunos nos ahuyentan como si fuésemos bichos raros, siendo ellos los extraños. Mi jefe, el más escéptico de todos. Desde aquella tarde se niega a salir. No creo dure mucho su mandato. Bueno ahí estaré yo para sucederlo. Por ahora, seguir acostumbrándonos a tan misteriosos visitantes. 

jueves, 18 de agosto de 2011

La puerta

Luego de pagarle tres noches y recibir junto a sus indicaciones las llaves de la habitación, nunca más la volvimos a ver. Era una mujer de piel tostada, como la mayoría de los lugareños de baja estatura, frente amplia, pómulos salientes y mirada huidiza. Después de Mérida y Cancún habíamos llegado a Playa del Carmen, no sin antes dejarnos impresionar por la majestuosidad de Chichén Itzá, o boca del pozo de los Itzáes, donde el sol implacable manifiesta una insaciable apetencia por la piel desnuda. El taxi, luego de un par de vueltas sin sentido, nos deja frente a un grueso portón de madera. Un letrero apenas perceptible indica Casa Ejido, primer destino en ésta ciudad caribeña. Me inclino sobre la mesa y reviso las instrucciones del servicio de Internet, casi siempre es lo primero que hago. Iliana descarga la maleta sobre su cama, ha elegido la más grande. Salgo de la habitación con la intención de hacerle un par de preguntas a la mujer que nos acaba de recibir. Me cruzan dos gatos: uno amarillo y otro completamente negro. El hotel aparenta ser un kiosco gigantesco, con mirillas triangulares a modo de ventanas, alcanzadas por hamacas para gusto del huésped. La piscina está rodeada por una habitación y un jardín silvestre habitado por ágiles y diminutos espías mimetizados cual lagartijas. En general, una suma de comodidades que desentonan con la soledad del lugar.

Desisto preguntar por los comederos más baratos y cercanos. Al parecer, nadie más que nosotros habita la casa hotel. El auto-servicio llega al extremo de prescindir del personal administrativo. Regreso a la habitación y reviso correo mientras Iliana toma una ducha. El aire acondicionado no es suficiente. Enciendo el ventilador que colgado del techo pega directo sobre mi cama. Le hago un par de observaciones a Iliana respecto al itinerario del día siguiente. Un chapoteo ininteligible recibo como respuesta. Acerco la botella de agua y luego de un largo sorbo decido buscar nuevamente señales de vida fuera de la habitación. Asombrado por lo que acabo de ver en la mesa junto a la cocina regreso al cuarto. Le digo a Iliana que inexplicablemente alguien ha dispuesto dos platos de comida en la mesa junto a la piscina: un Poc-Chuc yucateco y una quesadilla de huitlacoche con un plato adicional de chile habanero. Dándome la espalda levanta su mano izquierda en señal de me importa un culo. No entiendo su actitud. La hijueputeo en voz baja devolviéndome intrigado e indignado.

Seguro de llevar conmigo las llaves de la entrada principal me dirijo presuroso a la calle. Necesito contaminarme de ciudad. La llave no funciona. Pruebo ambas. Nada. Evito el estrés encendiendo la tele. Ningún canal funciona. Una ola de ansiedad empieza a inundarme. Me sujeto fuerte a la silla y el vómito se instala donde resulta incontrolable hasta que los mosquitos en medio de la oscuridad me traen de vuelta a la conciencia. Continuo esforzándome por escribir. Me levanto en busca del repelente. Olvido que lo he dejado en la habitación. Enciendo la luz y acomodo algunos libros tirados en el suelo. Tres meses no han bastado para acomodarme en mi nuevo domicilio. Regreso con Iliana preguntando qué me pasa. Le he dicho que necesito abandonar ese lugar. Según ella he estado inconsciente más de tres horas. Me levanto a cerrar la ventana. La lluvia alcanza a colarse y el calor da paso al frío. Preparo una taza de café. Suena el teléfono. No me siento de ánimos para contestar mientras Iliana espera que salga del baño. He tomado más de una hora bajo la ducha. El calor es insoportable. Desde dentro le grito que intente encontrar a alguien como sea. Me responde que ha estado llamando pero ningún teléfono contesta. Vamos hasta la puerta decididos a derrumbarla. Cuando comienzo a golpear la puerta con una piedra Iliana detiene mi mano súbitamente. Me dice que debemos probar buscando en las habitaciones de arriba. Es algo que pensé ya habías hecho.

Debo terminar el tercer párrafo antes de ir por otro café. El cielo se desploma entre descargas eléctricas mientras escucho que alguien insistente llama a la puerta. Iliana por fin ha decidido ayudarme. Toma otra piedra y juntos acordamos derribarla. Si no contesto el teléfono cercano al escritorio mucho menos atenderé la puerta que ahora recibe los embates de otra de las sillas del comedor. Mejor abrir antes que derriben el portón que resiste como ninguno ante nuestra insistencia. Logramos hacer mella en la gruesa madera y cuando al fin abro solo veo dos sombras del otro lado. Una mujer gruesa me acompaña. Ambos sudorosos nos detenemos frente a mí. Me digo que buscamos ayuda y yo me niego la oportunidad de vernos vivos, así que cierro la puerta y me olvido del asunto. Para siempre.

lunes, 8 de agosto de 2011

Entre Mayas

Antes de abandonar la ciudad, en busca de la primer ciudad Maya, sabía que las cosas no iban a terminar tal como estaba planeado. Mientras el taxi avanzaba, buscando la salida del casco histórico de Campeche, algo comenzaba a inquietarme. Algo diferente atizaba el sinsabor de aquella mañana. Luego de abandonar el centro histórico comenzó a aparecer una ciudad diferente. El bullicio del tráfico mezclado con los 28 grados de temperatura, los semáforos pestañeando entre el verde y el rojo me mostraron el otro costado de una ciudad inicialmente tranquila de calles angostas y poca gente por sus veras. Tuvimos que sortear a más de un monstruo mecánico, escapar de sus eructos de gasóleo. El taxista había tomado la vía menos transitada, sus orillas atestadas de construcciones endebles albergaban ventas de comida o inacabados conjuntos residenciales. Cierro los ojos por un instante. Buscaba una pizca de sueño que me relajara.

Una nube de mariposas nos ataca por sorpresa. Como el aire acondicionado del carro estaba encendido, las ventanas cerradas nos salvaron de morir asfixiados a causa de una tormenta de alas amarillas. Mis malos presentimientos se confirmaban. Era solo el principio. El taxista sostenía que aquel fenómeno era normal. De ninguna manera le creí. En época de lluvias suelen abundar, nos dijo mientras un letrero anunciaba China a 5 Km. No se preocupen, es un pueblito llamado así. Le dije a Iliana que les hiciera algunas tomas fotográficas a las pequeñas bestias de alas verdes y amarillas que nos amenazaban, pero inexplicablemente la batería estaba descargada por completo. Cabalgábamos sobre el lomo de una interminable serpiente gris cuya cabeza se perdía en el horizonte, alindada por sembradíos de maíz, sandia, pitaya y madre selva.

Intenté mirar a través de la ventana posterior. Sentía curiosidad por el camino que íbamos dejando atrás cuando advertí la presencia de un extraño objeto. Venía desplazándose entre la maleza a la misma velocidad que nosotros. Iliana no percibía nada, creí que su vista se había nublado a causa del cansancio provocado por tanto viaje. No confiaba en el taxista y preferí evitarle cualquier comentario. Estaba seguro que las cosas no iban por buen camino.

Llegamos a un cruce que, según el taxista, marcaba el inicio de la vía antigua a Mérida. Aceleró a fondo indicando pocos kilómetros a destino en dirección suroeste. La tormenta de alas amarillas no cesaba. Momentáneamente había olvidado que éramos perseguidos por un extraño objeto camuflado de selva. Cuando creí dormir, súbitamente el carro frenaba. Iliana me indica que hemos llegado. El taxista sonríe por el retrovisor diciendo que tenemos dos horas para recorrer el lugar. Iba a esperarnos, era lo acordado. Cuando nos acercamos a la taquilla para pagar los boletos veo que el taxista dialoga con otras dos personas observándonos. Hablan de nosotros, lo peor: no intentan disimularlo.

Templo Principal Edzná - Foto mía
Luego de pagar en la taquilla nos adentramos por un sendero selvático. Un aviso nos ilustra acerca de la civilización Maya. Edzná o “casa de los Itzáes”, así se llama el complejo prehispánico. Nos ponemos repelente para alejar tanto mosquito. Desenfundo la cámara y nuevamente una presencia tras nosotros. Los pájaros comienzan a aparecer por todos lados, confunden sus graznidos con el sonido del viento que silba entre las ramas de las ceibas que se descuelgan en lianas poderosas sobre la espesa hierba. La selva se agita y nos somete con su estridencia. El miedo acelera nuestros pasos. Le grito a Iliana que corramos. Llegamos a una amplia explanada coronada por una gigantesca construcción. Nohochná o “casa grande del Maya”. Agitados, nos limitamos a sentarnos. Intentamos recuperar el aliento mientras a nuestra espalda una escalera de piedra asciende pacientemente hasta tocar una hilera de columnas que sostienen un friso imponente decorado con figuras enigmáticas de narices retorcidas y ojos como serpientes enroscadas. Al otro costado: un templo majestuoso pende del cielo sostenido por cuatro baluartes de piedra. Una mano amputada pareciera dar soporte a una estructura que se descuelga en habitaciones y en tapetes de piedra que zigzaguean al caer. Nos vemos rodeados por un ejército de iguanas. Corremos hacia el templo principal. Entramos en la primera habitación que encontramos. Sujeto a Iliana fuerte. Mágicamente una puerta se abre. Sin pensarlo, cruzamos el umbral obligados por el miedo reptil que nos persigue. Dos manos me sujetan y una voz ronca dice que hemos llegado. Esto es Edzná. Tienen dos horas para hacer su recorrido. No se preocupen aquí los espero, tal como hemos convenido.

miércoles, 22 de junio de 2011

Lienzos móviles

La ira dirigida impone nuevo rumbo al dibujo. Una línea roja escapa de la paleta al lienzo. Los diarios infieren asuntos pasionales. Es profunda la herida. Tomará tiempo encontrar el rostro apropiado. No hay afán, la ciudad está repleta de mujeres como lienzos.

domingo, 19 de junio de 2011

Caries de colores

Luego de dos semanas de mi llegada comencé a escuchar las primeras señales de vida. Provenían de la habitación de enfrente. Cada vez que necesito salir a comprar una que otra provisión de comida debo recorrer la mitad de un pasillo decorado a lado y lado por figuras rectangulares de colores vivos, distanciadas simétricamente. Según opiniones de mis colegas corresponden a puertas de acceso a cada habitación, que como la mía, hacen parte de la residencia estudiantil. El sólo hecho de estar habitando uno de sus reductos les da a mis colegas una razón argumentativa contundente, difícil de contrariar. Ellos habitan otro edificio, que sólo conozco por fuera, lo cual refuerza mis teorías conspirativas, como extrañamente suelen llamarlas.

Pero a partir de esa noche llegué a creer que mis compañeros tenían razón. Durante la primer semana de estancia me negué a aceptar que aquellas cosas rectangulares, de mayor altura que anchura, fueran puertas de habitaciones normales. Nunca había encontrado en mis recorridos transitorios por ese pasillo un sólo vestigio humano. Es más, creía que aquello no era residencia estudiantil alguna sino una especie de caja gigante de experimentos donde yo era el único conejillo de indias y mis compañeros cumplían a la perfección el papel de cómplices bien remunerados. Pero la tos de mujer sí provenía de lo que ellos llamaban habitación de enfrente. Era un martes, había terminado de cenar lo mismo de siempre: un sandwich de jamón con queso y mantequilla. Pensé que el ruido provenía de la calle. Al cerrar la ventana constaté que no. Abro la puerta, miro a ambos extremos del pasillo. Con sigilo pego mi oreja a la madera fría. Escucho el trasegar de una silla, papeles sobre una mesa seguidos de una incontenible tos de mujer.

Las clases terminaban siempre a las cinco de la tarde. Comencé a inventar excusas con el fin de salir media hora antes. Aumenté la frecuencia de mis escuchas, siempre poniendo un pañuelo entre el frío de la puerta y mis orejas. Le echaba la culpa a la caída en picada de la temperatura, comenzaba noviembre y el invierno estaba cansado de tanto esperar, con lo cual las afecciones respiratorias se ponían al orden del día. Hubo tres noches en las cuales no paró de toser, hasta mis sueños llegó su dolencia terrenal disfrazada de tía, de hermana, de abuela y de bestia mitad humana. Me despertaba asustado para constatar que era ella quien tachonaba de pesadillas los paisajes oníricos al otro lado de mi almohada. Nunca hubo respuesta a los llamados que hice a su puerta. Tan sólo una mezcla de silencio, con ajo y cebolla freída. Olores de un pasillo tapizado en rojo: la perfecta representación de una soledad disfrazada de compañía.

Aunque las diferencias fuesen abismales me vino a la memoria un cuento de Cortázar, comparé mi situación con la del argentino en su habitación de hotel y muchos sentimientos encontrados fueron ganando terreno a la altura del insomnio cuyo picoteo de pájaro nocturno comenzó a desesperarme después de la cuarta noche.

Cinco días sin salir de mi habitación. Había entrado en una completa depresión. Solo me levantaba de la cama al baño, cuando no era para comer cualquier cosa. Envié un email a los coordinadores de la universidad inventando una enfermedad infecto-contagiosa. Justo al borde de una crisis profunda descubro un sobre bajo la puerta.

Como si nos conociéramos tiempo atrás comenzó a hablarme sin parar, además de decir que era rusa de origen polaco, sus abuelos habían abandonado Varsovia cuando las cosas se pusieron calientes a inicios de la primera guerra mundial. Un pariente lejano que vivía a las afueras de Moscú había brindado lo necesario para que apenas se instalaran. Con su español fluido hizo una descripción pormenorizada de su vida en Rusia, de su sueño europeo y de aventurarse a estudiar en Francia. Las mujeres tienen una capacidad de hablar increíble, por eso son más hábiles con los idiomas que los hombres. Aún así, nunca me explicó el por qué de su extraña manera de invitarme a salir. Siempre el mismo tipo de sobre bajo la puerta. La fecha, el lugar y la hora en color rojo. La primera vez lo tomé a broma. Pero estuve frente a Le Grand Café de la Place d’Erlon, 17h30 del martes 14. Tampoco me habló de su afección de garganta ni de sus motivos iniciales para decidir hablarme, solo deslizaba largamente su mano derecha entre la rubia cabellera, mirándome con ojos grandes de diáfana profundidad, llenando el pecho con lentos suspiros mientras me quedaba absorto contemplando su belleza desde el lado opuesto de tanta pregunta.

Nunca me atreví a presentarla a mis demás compañeros. La escondía como se ocultan los calzoncillos rotos. Si bien era hermosa, el papel de tonta le calaba como anillo a vertedero. Intentaba explicarle que en mi clase yo era el único extranjero. Le mentía. Como los franceses adolecen del sentido de la integración, la única compañía para el estudiante extranjero son las máquinas de café. No le mentía. Estuvimos bailando una que otra noche en mi habitación. Aprendió rápido a bailar ritmos latinos. Decía que le encantaba el vallenato, yo lo detestaba. Su presencia comenzaba a fastidiarme. Comencé a negarme. Prefería recordarla como la tos misteriosa tras la puerta de enfrente. Dejé de responder a sus llamados. Añoraba imaginar aquella residencia como la caja gigantesca de experimentos donde la soledad se reproducía como una caries de colores a lado y lado de cada pasillo.

Regresé a mi caparazón. Puse el seguro desde dentro y tiré la llave por la ventana. Ajusté la cortina. Atrapé la oscuridad a las doce del medio día y me enjaulé con la noche.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Danzando entre lluvia

foto mía del duoro en Oporto
El cielo golpea mi ventana
se desgrana por el vidrio
dejando un mapa de agua
sin costas, con fronteras empañadas

Ismael Serrano estrangula su guitarra
más allá del Vértigo que pide postales
que atraviesa naufragios e inventa reyes sin corona
entre una revolución de flores y colores

Abajo, vestidos de oscuro, se agilizan
los afanes, chapotea la prisa y
los murciélagos redondos emprenden su vuelo de metal
formando una procesión de desaparecidos

Cada cinco tazas de café me apresuro
a contar gaviotas
a descifrar el gesto de las piedras que se acumulan en mi alma
Esta ciudad cada media hora llora
cada dos segundos gime
cada minuto y medio se deja penetrar por el sexo líquido
que hace mil años serpentea entre sus piernas
Y yo descubriéndole humedades
poniéndole tildes a sus voces sin acento

Oporto huele a sal
a tibio enamoramiento
a caricias bajo la mesa
Pero cuando escarbo en sus encías
recuerdo el beso negro de una Francia que aún me espera.


Oporto - Portugal

Rememorando en despedida

Fuente: Fotos de Facebook Carlos Mantilla y Odilio Blanco fueron compañeros de colegio y, para nuestro dolor e infortunio, víctimas mortales...