lunes, 30 de marzo de 2009

A la manera de Omaira


Empecé a desvestirme sin prisa. El reloj marcaba las once de la noche. Había terminado el turno del martes con una tristeza espantosa. Mis compañeros no pudieron seguir ocultándome la trágica noticia que durante una semana hábilmente protegieron detrás de puertas, entre idas al baño y bajo mesas de trabajo, o tal vez nunca quise verdaderamente prestarles atención. Jorge, en un descuido inusual de su lengua, lo había dicho; en ese momento no me importaba nada de lo que hablaban pues era Omaira quien tomaba por asalto el patio trasero de mis preocupaciones y solo dos o tres frases, como apestosas cucarachas, se colaron entre la alcantarilla de mis malos pensamientos, no pararon de revoletear ese día y parte del siguiente.

Omaira se veía divina, a pesar de sus kilos de más había aprendido a besarla y a meneármela sin desdén. El chaquetón negro le sentaba de perlas, llevaba un color hermoso en sus labios que me aceleraba las ganas de chuparle esa jeta en plena calle. El pelo recogido con una moña blanca y sus dos pendientes plateados le daban un toque especial a su cara redonda. Tomamos un taxi porque empezaba a llover. Aquella tarde la ciudad eructaba y apestaba como nunca, me sentía vivir en el mismo culo del mundo, así que sin más miramientos estaba decidido a todo con aquella masa de colesterol arreglada y perfumada para mí. Yo era el máximo conquistador de la provincia más pobre del Nuevo Reino de los Testículos de Jehová. Bajamos del taxi y ella pagó con un billete grande, la cosa pintaba bien. Un hombrecito verde, con cara de chancro, nos llevó por un estrecho pasillo, luego doblamos hacia la ventanilla del recibidor donde una voz enratonada nos atendió tras un vidrio polarizado. Nos sentamos a esperar en una sala pequeña tal como la voz había indicado. Otras dos parejas vigilaban pacientes su turno. La noche comenzaba con un afán libidinoso que como nunca –creo yo- hayan experimentado los dueños de bares, residencias, moteles y demás antros de placer y vendimia corporal. Mientras Omaira se

ajustaba las tetas pasé revista a los cuatro rostros que se plegaban ansiosos y apenados, esquivando el contacto visual ante el miedo de ser reconocidos: tal vez la vecina, tal vez el vecino, de pronto el tendero o el amigo del marido, o la amiga de la esposa; la mujer del frente con sus mechones de colores, su labial rojo y el camisón trasparente me mostraba las pechugas detrás de un sostén también transparente; la otra, que llevaba un traje enterizo color gris, buscando ocultar con elegancia sus afanes terrenales, mostraba un estrato superior y costumbres refinadas; esa manera calmada de ocultar los nervios, el suave movimiento de rodillas dejaban entrever no solo clase, también experiencia en el sano oficio de moteliar los viernes. Para describir a los tipos es suficiente con decir que tenían más pinta dos choferes de camión con palillo entre dientes y pecueca fermentada. Afortunadamente tres habitaciones fueron desocupadas a la vez. La voz nos indicó que mientras llegábamos al cuarto piso las empleadas se encargarían del asunto higiénico. Reclamamos marcialmente las llaves y con una palmada en las nalgas Omaira me motivó a tomar el ascensor. Adentro solo mirábamos los números, el olor a perfume barato por poco me hace vomitar. Buscamos la habitación 412 que estaba al final del pasillo. Una bocanada de límpido y ambientador barato nos recibió al abrir la puerta. Mi verga comenzó a cosquillear, sabía que vendría en mi auxilio, como cualquier Batman, Chapulín o superhéroe enmascarado, así Omaira fuera la más fea gorda de éste podrido planeta.

Omaira había desaparecido por completo de mi vida. No sabía las razones. Llevaba una semana sin saber de ella, tiempo suficiente para darme por vencido y adoptar la idea del abandono. Mil y mil cosas vivía preguntándome, ninguna con respuestas aceptables. Empecé a asistir a los cultos de la iglesia que ella solía frecuentar de lunes a jueves. Salón Del Reino De Los Testigos de Jehová. Un letrero extravagante y chabacano que más de una vez me provocó vomitar, agarrar por el culo al pastor y a la pastora, patearle en la geta al ujier y robarme el diezmo que ellos también robaban.

–No, no ha venido hace más de una semana –le escuché decir al pastor cuando una señora bajita, de tez blanca y cabello ensortijado había preguntado por Omaira, sí, ella, la misma que enseñaba en la escuela dominical. Algo muy raro, ella es muy puntual con su asistencia y su diezmo –había dicho mientras relamía su bigote untado de leche y migas de pan.
Solo pensando en dinero, malditos perros, juegan a ser salvadores del mundo a cambio de billetes y monedas. Me doy vuelta sin despedirme, le doy una patada a la puerta y salgo con el demonio por dentro.

Mientras preparo la comida el televisor eructa los últimos asesinatos, robos y violaciones del día. Los martes se tornan aburridos y deliciosamente lastimeros. Tomo una cerveza y olvido por unos instantes el comentario de Jorge. Mi cabeza no está para tanta mierda, apago el televisor, me dejo habitar por el perfumado silencio que ventila la espesa cabellera de la noche. Ahora, además de Omaira era Jorge, las palabras de Jorge, el cómplice movimiento de ojos, los ritmos intempestivos de las manos, de los brazos, Jorge insistiendo como puta desparchada, ajeno a las necesarias discreciones, incapaz de interpretar mi llegada como el detonante del gris disimulo. Desabrocho mi ropa y me entrego desnudo a la brisa que se cuela por la ventana, siento el hervir helado de la cerveza en mi garganta explotando en universos burbujeantes de placer transitando desde lo amargo, lo sutil y delgado hasta lo inconmensurable, dejando sembrada su huella de inconsciencia por cada uno de los surcos del cerebro. Es una entrega lenta, deliciosa, que me deja liviano como pluma y me acerca sin prisa a fronteras algodonadas y silenciosas donde todo vale, nada pesa, todo llega, solo existo. Es extraña la ausencia de hambre como extraño el peso de la conciencia a pesar de las quince latas de cerveza. Tal vez haya logrado traspasar las fronteras hacia una nueva dimensión y esté coronado por un tipo nuevo de existencia donde el mundo es más blando y los tiempos invertidos me hayan devuelto a aquella habitación, a Omaira temblando en algún rincón, sollozando con el rostro cubierto; completamente desnuda mientras sus gordos se descuelgan como horripilantes bolsas de grasa a lado y lado, por delante, por detrás: un monumento de celulitis y estrías; unos senos perdidos en su desproporción. Gritando por favor no más, soy suya pero no de esa manera, por favor y yo blandiendo la hebilla de mi correa, descargando uno, dos y hasta tres golpes sobre su espalda, sobre sus brazos, buscando su rostro; observando asomarse entre sus piernas ese horrendo molusco de pelos y carne, interpretándose el asco en más golpes, más correazos,

más fuertes jaloneos de cabello que me dejan exánime, rendido, tendido en la cama y Omaira ésta vez encima, devolviéndome uno a uno cada golpe, cada arañazo, cada patada, cada corte de piel, mientras galopa sobre mi sexo siento su grasa resbalar hasta bañarme completamente, abofetea fuerte pero no siento, solo el lento deslizar de la manteca que su piel exhala, el lento discurrir de su tiempo sobre el mío, su forma desproporcionada de respirar semejante a un volcán violento a punto de hacer erupción. Omaira golpea más, sí, cada vez con más violencia, creo perderme en ráfagas oscuras de placer y no sé si dolor, soy ajeno al presente y la bruma es espesa como espeso el sudor de Omaira, siento su sexo succionándome y me envuelve y me cubre y me traga y ya estoy dentro de Omaira, creo estar dentro de ella luego de ser succionado por la fuerza poderosa de su peludo molusco. Aquí no hay tiempo, es un fluir lento del espacio, es un transcurrir silencioso, hay mucha paz, demasiado descanso, nada me duele, solo siento leves punzadas por todo el cuerpo que recorro como haciendo inventario del pasado en mi memoria. Ahora entiendo las palabras de Jorge, su manera tangencial para hacer referencia a un pasado donde yo estuve, donde el espacio recortaba mi existencia y ocupada un lugar en el mundo de ellos, un pasado lleno de intersecciones humanas y blandas monotonías; un pasado extraño para mí, con aristas circulares de difícil interpretación. Un pasado a la manera de Omaira.

(Imagenes encontradas en las siguientes direcciones:
http://www.profundaoscuridad.blogspot.com/
http://blog.pucp.edu.pe/archive/773/2007-12 (Gorda de Botero)
http://dosninyos.lacoctelera.net/posts/index/2)

4 comentarios:

valeria dijo...

wowwwww, muy bueno...

Carlos Augusto Pereyra Martínez dijo...

UN cuento para un amor desangelizado, pero fortzoso. Casi una manera de acudir al coito con una mujer, en esa posición del sadismo. O de la catarsis.SE nota desganop y totura. Un cuento escrito desde adentro, visceral. Saludos, parce.

brenda abril silva dijo...

Me encanta releerte...

brenda abril silva dijo...

"Un pasado a la manera de Omaira", infortunadamente sólo un pasado... pero que buena manera.

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