domingo, 1 de mayo de 2005

Señor: ¡Bendícenos con tus maldiciones!

Hablar de poesía y pintura es hablar de satanismo en las artes, invocando, sin derecho a arrepentirse, la trágica figura de la noche con todo su manto de siniestralidad. A través de la historia Lucifer ha declarado como propio el espejo borgiano donde poetas y pintores han reflejado con pago a su alma la sublimidad de sus obras sin el mal-esperado rédito capitalista, aunque subsistan las bien habidas excepciones a la regla, por fortuna. Si bien el tono oscuro de la expresión artística es prueba de la existencia del maligno, más aún, el dédalo biográfico y trágico en sus más elevados representantes, quienes confabulados con la desgracia de la vida han sabido irrespetar y burlarse de sus contemporáneos y de ese mundo cuadriculado donde lo bello es número matemático complejo, de cálculos fríos y baja estadística comercial.

La incandescencia del infierno toca límites impensados si los Baudelaire y los Toulouse-Lautrec deciden romper el tiempo y el espacio para embriagarse de putas y alcohol en cualquier Moulin Rouge o "Salon de la rue des Molins" contemporáneo. A la punta del pincel se ata un adjetivo mañoso y desfilan los espantos por las blancas arenas del lienzo, hombre contra hombre en un abrazo de licor, se acarician hasta el amanecer, se penetran hasta el alma y clavetean de madrazos la machista y vanidosa existencia heterosexual. Bulle el humo del cigarro, se desprende la droga excesiva, se invocan los espíritus malditos, se vacían los bolsillos, se busca la bienhechora complacencia del que fía, se unta el sexo en las colillas, pero se acaba la noche y vuelve la luz, ¡maldita luz!: aniquiladora del sueño, manducadora de negra leche existencial.
Un trofeo a la indecencia masculina, una burla a la pastosa racionalidad humana que llena de teorías los anaqueles de la imbecilidad y la arrogancia. Los santos sudarios se rasgan para dar paso al líquido dialéctico del sexo. Dios y bien avasallados contra las cuerdas. Regresa la esquizofrenia de las artes a salvaguardar del cielo a los santos-pecadores de turno y en su magnificencia surgen seres todopoderosos que atormentados buscan un refugio dentro de sí mismos para calmar el hambre insaciable que les corroe y les obliga a abandonar los luminosos salones de la estulticia contemporánea. Se juegan la vida en cada encuentro. Apuestan contra su alma el logro de sus versos y el fulgor de sus lienzos. Construyen historias para seres luminosos mientras van dejando regada su existencia de humo y alcohol en cada esquina de sus ciudades desgastadas como perros que desandan en la noche, solitarios, pero sublimes.

Egon Schiele, dado a conocer por Mario Vargas Llosa en su novela Los cuadernos de don Rigoberto, invitó, desde la desesperación de su falta —o más bien exceso— de identidad sexual, a que el mundo se diera a una nueva lectura: la visión poética; al igual que Pessoa quien desde su dipsomanía indeleble llevó de la mano al mundo a un espacio pictórico de nuevos colores, matices y sombras. Un uno-más-uno-igual-a-uno, más elemental que filosófico, más venero que apocalíptico, con el cual se evidencian trazas de malignidad, éste último calificativo entendiéndose fuera de la dicotomía que de la existencia hace la santa iglesia y la santa Biblia. Luego, afincados en el dilema de hasta qué punto es bueno o malo decidir vivir eternamente abrazado al alcohol, o quién tiene autoridad de inclinar la balanza, izquierda derecha, si solo se ha intentado expresar una conducta sexual sin importar que ésta haya o no encajado en la arenosa moral de sus congéneres, podemos decir que afortunadamente la moral no es una verdad que exista, y por ende, quien diga ser su dueño. ¡Demos entonces la bienvenida al mal!

Malignidad hecha arte, malignidad hecha eternidad, historia y cultura. Cultura de seres que acogidos por la falda lechosa de la oscuridad, maman el néctar que la noche desprende. Cultura de hombres y mujeres disfrazados de espanto, perseguidos por sus dotes de magos y demiurgos, de hetairas y donjuanes afrancesados en la poesía y en la pintura de sus visiones proféticas, casi apocalípticas. El manto está echado sobre la tierra, ruedan los demonios en cada paso de poeta ensillado y pintor enjuiciado. Unos a otros los habitantes comunes de la tierra se enfrascan en sangrienta persecución batiendo sus lenguas, mojando en el deletéreo néctar de su ignorancia, sus dardos, sus miradas mugrosas. Pero queda la mirada indiferente del joven Rimbaud soslayando nada más que horizonte, nada más que tierra de titanes, de dioses hechos carne, de dioses defecantes, malolientes también. Quedan las luces ensordecedoras de un Van Gogh que asesina que seduce y que atrapa sin importar la molicie del tiempo.
Las esquinas los esperan. Los bares infestados de putas, cigarro y licor abren sus puertas desde el despunte del día, acogen el lazo marital de su existencia profana, el dinero no importa, solo importa la voluntad del que invita. No hay rezo ni agua bendita que valga, Satán se agiganta con sus bendecidos malditos. Afortunadamente nosotros también los esperamos, a la vuelta de una página o en la galería casi olvidada de la historia hecha museo.

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