
Bergman intuye desde aquellos años (1946) tres de los más dramáticos exabruptos de las llamadas sociedades democráticas. Por un lado la indiferencia colectiva frente a los dramas individuales que en éste caso intentan raspar algo de felicidad al indolente témpano social, muy a pesar de una historia ya juzgada. Es también la burocratización de los sentidos, un intento artificial de establecer ordenamientos "territoriales" a sentimientos de amor, convivencia, fidelidad y mutua solidaridad, tan necesarios para guarecerse de las profusas tormentas que azotan los humanos destinos. Así mismo, Bergman intuye el desplazamiento social cometido por el mismo Estado, quien en aras de un "progreso" a ultranza de la dignificación humana, promueve métodos execrables de marginamiento emocional, sicológico y social. Pero en Bergman no todo es trágico, aún queda el amor después del amor, como diría Fito Páez, el gran paraguas bajo el cual los corazones podrán caminar protegidos, sostener el vendaval y caminar en pos del horizonte acompañados, en éste caso, de un perro callejero.
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