lunes, 12 de enero de 2009

Memoria de mis putas tristes

Hace algunos años me encontré con el último libro de nuestro laureado Gabriel García Márquez: Memoria de mis putas tristes. Al terminar, luego de unos cuantos días, todavía un sabor incómodo me resistía al paladar. Meses atrás me había deleitado con su Otoño del Patriarca, que me arriesgo a considerarla como su obra más importante. Cuando tenía escasos 14 años gracias a un artilugio de mi padre me ví mortalmente seducido con Cien Años de Soledad y aún me queda el recuerdo de esa imagenes eróticas cuando dos de sus personajes (memoria frágil me adolece) él y ella jugueteaban con sus genitales untados en clara de huevo casi ahogándose en la alberca y demás lugares de la casa despertando mi erótica por la literatura, mis primeras erecciones literarias. De ahí recorrí los últimos días del Libertador Simón Bolívar bajo el brazo seductor de un Gabo que no dejaba de sorprenderme con sus metáforas caribeñas sin ahorrar perfume carnavalesco a mis escasos 15 años. Por esa misma época aprendí a disfrutar la palabra mierda que magistralmente daba punto final a El Coronel no tiene quien le escriba, mejor manera de concluirla imposible y lo mejor, utilizando un sustantivo hasta ahora prohibido por mis mentecatos profesores de español. Gracias a Gabo pude enterarme que luego de muertos los pelos y las uñas nos crecen a una razón que hasta el momento lamentablemente no he podido recordar de la misma manera que no he podido olvidar cómo a través de El Amor y otros demonios los sacerdotes también son de carne y hueso. Embebido por un afán literario con escalpelo en mano me dí a la tarea de cercenar, antes que leer, Doce cuentos Peregrinos, descubriendo en cada línea algo nuevo por aprender, cómo la imaginación y la realidad se conjugan para abordarnos desde la óptica del artista: un re-organizador del mundo, ebanista de sonidos pausas y silencios. Crónica de una muerte anunciada, toda una cátedra de cómo lo más importante no es lo que se cuenta si no cómo se cuenta, un suspenso en reversa, ni qué decir de Vivir para contarla un relato que me obligó (hubo más motivación que obligación, no todo es culpa de Gabo) a abandonar la universidad por dos años y casi a olvidarla por completo, dos años de delicia literaria donde lo único importante era leer y reventarme los dedos frente a una historia nueva por contar, perdón, por saber cómo contar. Y ahora, retomando el sabor amargo de esas benditas putas tristes, qué puedo decir, o tal vez preguntar: ¿Será que en un futuro prostático no habrá más remedio que retomar los calzones de la adolescencia? O tal vez termine uno como García Márquez, entregándole al amor el colofón de nuestras vidas y como es de humanos contradecirse valdría la pena recordar una frase memorable de nuestro querido Gabo en El Otoño del Patriarca: "La mentira es más cómoda que la duda, más útil que el amor, más perdurable que la verdad". Pero lo más lamentable es que en técnica, manejo de tiempos y demás herramientas literarias, que tan diestro es nuestro nobel, nada nuevo aprendí o por lo menos no lo he descubierto, y sí más bien un sabor dulzón me molesta el paladar.

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