domingo, 4 de enero de 2009

Un sueño para Mariana

La mañana estuvo cargada de una pesadez sin igual. Regresaba del trabajo y el Sol vomitaba inclemente sus entrañas sobre el pueblo que parecía arder. Un mes más y el fin del mundo sería cantado bajo fuego. Lo peor: la fatiga del sueño, más producto de la posma del lunes que del cansancio físico, sin un lugar fresco donde descargar los huesos y el malestar de una semana que apenas comenzaba. Me entretuve con un vendedor de helados quien envuelto en su uniforme azul terlenka, a punto del derretimiento, estaba condenado a una bien asegurada muerte ígnea. La señora de los tintos, con sus gordos flotando como vulgares salvavidas bajo la escotada blusa china, contrariando el buen uso de la lógica al vestir; ofrecía con voz culebrera el encanto líquido, espumoso e hirviente a tan solo trescientos pesos en vasos desechables.
Arrastrado por las cadenas del cansancio y el insoportable picoteo del sueño haciendo nido en mis ojos, avanzaba sin prisa por toda la calle real, con la eternidad anudada a mis zapatos, como recogiendo meticuloso a manera de convicto cada segundo camino del patíbulo. Un inaguantable lunes de memoria no grata.
El almuerzo estaba servido: las mismas papas saladas, un arroz ensopado sin máculas de cebolla ni tomate, las tirillas de carne bien adobada y el jugo de mora sin leche. Fue el menú que le escuché gritar a doña Celina al otro lado de la puerta. Había preferido pasar directo a mi habitación, cerrar la ventana contigua al comedor y entregármele desnudo al dios Morfeo, luego de encender el refrescante y endiablado rugido del ventilador marca Primount, único recuerdo de un mal celebrado día del padre.
Toc, toc, toc. Habían sido tres toques. Separados por un espacio indeterminado de tiempo aún persisten en la memoria como el preámbulo de una ópera siniestra. Calculé la distancia a la puerta contando dos pasos y medio; la oscuridad era tan espesa que por un momento creí palpar su algodonada textura.
Abrí. Un aire delicado transportaba el aroma relajante de los mandarinos y se colaba en la habitación como un extraño invasor. Las luces extrañamente apagadas, imaginaba que no eran más de las diez, había aprendido a ubicar a Júpiter en la esfera celeste durante cada época del año sin temor a equivocarme en la medida del tiempo; el ruido de los grillos y las ranas adquirió un nivel insoportable, el silencio inusual que esa noche instauraba su reino de piedra sobre la casa y sobre el barrio -creo también que sobre el pueblo- les dejaba a las criaturas de la noche un espectro envidiable sobre el cual duplicar sus decibeles sin exagerar esfuerzos. Caminé precavido por todo el pasillo. Bordeé el patio principal y pude cerciorarme que la casa estaba completamente despoblada. Me preguntaba entonces quién había golpeado a la puerta con pausada insistencia, como dándole exagerada importancia a un juego sobrenatural de sombras y presencias a punto de comenzar y del cual ya se había declarado ausente.
Golpeé cada la puerta de cada una de las habitaciones que hacían parte del inquilinato. La respuesta siempre la misma: un ronco silencio rebotando en las paredes y duplicándose con los sonidos de la noche.
Busqué la puerta de salida, un matero me hizo trastabillar y por poco perder el equilibrio. Maldije recuperando mi vertical y apurando el paso como ladrón frente a la puerta de escape.
Afuera las cosas no eran diferentes. Era el único habitante de un pueblo fantasma, la nada se había tragado completamente a sus pobladores y en un acto de vulgar misericordia me regalaba su malhadada benevolencia. Sentí la necesidad de sentarme. De un momento a otro un frío intenso fue ganando terreno, el cansancio comenzó a hacer mella y el sueño fue aflojando mi cuerpo hasta dejarlo como una guitarra completamente destemplada, las estrellas comenzaron a parecer más cercanas, el mundo más distante y la noche más arrulladora en su leche de asfalto.

Estaba tomando mi primer café con el desasosiego de una mala noche aún torturándome el pecho cuando entró Mariana, la morena de ojos negros, la que todos en la oficina deseaban sin discreción alguna, su blanco pantalón bien calado dejaba ver claramente sus sensuales líneas dibujadas para deleite de muchos y envidia de otras. Nunca habíamos cruzado palabra por eso recibí con sorpresa y cierto orgullo sus buenos días y su tengo que contarte algo. Además, ¡me estaba tuteando¡
El asombro fue mayor cuando de sus labios se soltó un he soñado contigo.
Necesité más de un minuto para cerciorarme de lo que estaba escuchando. Sus senos a punto de saltar el obstáculo del escote habían dejado de ser una distracción frente al significado que poco a poco adquirían sus palabras. Nos ubicamos en el lugar más discreto que pudimos encontrar no sin antes prepararnos dos tasas de café y ruborizarme al verme descubierto sirviéndole la medida exacta del azúcar que ella prefería, pues eran meses y meses tras la pista no solo de sus cadencias, su esférico trasero, sus senos prominentes sino también desenredando el fino hilo de sus gustos.
Con lujo de detalles narró cada incidente vivido por mí la noche anterior en el inquilinato. En el sueño me había visto caminar a tientas en medio de tanta oscuridad. Vio cuando estuve a punto de caer luego de haber tropezado con una maceta hiriéndome a la altura de la rodilla izquierda. Me produjo espanto no solo la perfecta narración de lo sucedido sino también su exacta apreciación de lo que fueron mis miedos, el terror de una noche vacía y el susto convertido en lágrimas; sentirme desnudado de ese halo omnipotente, que tanto procuraba cultivar en mis más concurridos círculos sociales, un aura de impenetrabilidad que me mostraba fuerte, indócil e inexpugnable se veía desaparecer, y lo peor, frente a ella, dejándome en un estado lamentable de insoportable vergüenza.
Antes de ir a la cama decidí distraerme con un poco de televisión. Calculé la franja más light y ocupé una de las sillas que doña Celina dejaba a disposición de los inquilinos en una especie de sala de estar improvisada con televisor y dispensario de agua, según ella, purificada. Le dije a doña Celina que por favor me alcanzara una cerveza bien helada y la anotara a mi cuenta, quería adormecer mi cerebro entre telenovelas y alcohol. Empezaba el noticiero de las once, ya llevaba cinco latas de cerveza, suficientes para invitarme al juego de las sábanas y declararme esclavo del señor del sueño, cuando sentí una mano posarse sobre mi hombro izquierdo. Era un hombre alto, de abundante cabellera cana, con una barba blanca que le llegaba al pecho; los surcos de su frente eran profundos, delineados con punta roma; sus ojos de un azul triste parecían estar llorando siempre; no tenía boca.
Con sus ojos me indicó la puerta del patio trasero de la casa a lo cual fui diligente. Al abrirla me vi en medio de la plaza de mercado, la gente transitaba con sus canastos llenos de abarrotes, los gritos del comercio viajaban enredados entre el olor a yerbabuena, a albahaca, a sangre y a verduras. Sorprendido quise buscar entre tanta algarabía al extraño hombre sin darme cuenta que estaba completamente desnudo. No encontraba una explicación lógica a lo que me estaba sucediendo. Presuroso y lleno de vergüenza busqué un lugar seguro donde ocultarme de las miradas que inexplicablemente no percataban de mi presencia, lo cual era aún más ilógico. Me sentí invisible, o más bien, era totalmente invisible. Paradójicamente seguía sintiendo vergüenza por mi desnudez, con lo cual me acerqué sigiloso a uno de los puestos de venta de ropa; sustraje, sin que la encargada se diera cuenta, un pantalón y una camisa de tela burda ambos de color negro. Llegué a una de las esquinas donde comienza la venta de pescado, mi reloj marcaba la una de la madrugada cuando una densa nube de moscas vino a mi encuentro en desacato a mi nueva apariencia etérea. Envuelto en un nubarrón de alas pude observar a lo lejos, parado en la esquina opuesta de donde me encontraba, al hombre alto de blanca cabellera. Pude ver claramente sus manos indicándome que me aproximara donde él se encontraba. La ausencia de su boca era tan evidente a lo lejos que por un instante sentí tanto miedo, recordaba esos monstruos siderales que en mis sueños de infante se escondían debajo de la cama para aleccionarme y obligarme a obedecer a mis padres, así que fui acercándome muy lentamente como tanteando mis reflejos ante cualquier movimiento amenazante por parte de éste hombre tan extraño, misterioso y sugestivo quien al verme llegar comenzó a caminar a pasos inalcanzables. Me llevó hasta una casa que daba a las afueras del pueblo, tan humilde en su construcción que a primera vista pensé en algún tipo de invasión o casa de mendigos. Al entrar me indicó con su mano izquierda un catre viejo, con cobijas de lana y de aspecto antihigiénico ubicado justo al lado de la puerta. Sentí necesario recostarme un poco y recuperar algo de energía. No tuve tiempo de observar el interior de la casa pues al apoyar la cabeza sobre lo que parecía una almohada, y cerrar por un segundo los ojos, ya el reloj de mesa anunciaba con su pitido las cinco de la mañana y afuera de la habitación los pasos de doña Celina tomaban posesión de la casa.

Esta vez era yo quien quería hablar con ella.
La esperé en la sala de tintos mientras apuraba un cigarro junto a la ventana. Néstor me hacía el recuento de los últimos acontecimientos en política nacional y cotejaba de paso sesudos comentarios que ante la falta de réplica por mi parte sugirió temas más light y ajustando la correa de su fino pantalón seguido de un brusco movimiento con el cual apuntalaba la camisa bajo la ya prominente y escurrida barriga comenzó a relatar uno a uno sus más sentidas apreciaciones en torno a la manera como se estaban llevando las operaciones básicas en la oficina: el control desmesurado ejercido por el nuevo coordinador, la prepotencia de la niña de los tintos, el estilo rebuscado de otra vez el nuevo coordinador a la hora de dirigirse a los demás como queriendo dejar en claro su alta preparación académica con ese galimatías de verbos y adjetivo indescifrables que a la hora del té no significaban ni querían decir nada; fueron sus últimas palabras antes de decidirme buscarla. Pensaba que no tenía otra opción y entonces la vi pasar rumbo a su cubículo.
El vestido rojo de un increíble tono pegaba muy bien al color de su piel. Sus piernas no llevaban medias veladas, tampoco le eran necesarias, un continente voluptuoso se alzaba erguido sobre dos columnas de ébano desvanecido ocultando un secreto de aguas donde jamás –imaginaba yo- moriría de sed. Contemplé el recurso de un breve cumplido como símbolo de cortesía pero preferí ir al grano y sin perder de vista el provocativo panorama de sus piernas, de su vientre tallado en rojo, intenté preguntar.
Era mi abuelo.
Sus palabras cayeron como piedras.
Ese fue el pueblo donde nací y me crié. Ordenaba con manos temblorosas el paquete de requisiciones que con su visto bueno solucionaban las necesidades básicas de la oficina: papel higiénico, café y azúcar para el tinto, agua aromática, jabón de manos, toallas de papel y de las otras, resmas de oficio y de carta, acetaminofén, etc. Me dijo que su abuelo se había encargado de su crianza y educación pues sus padres habían muerto cuando ella era una bebé de tan solo cuatro meses, un accidente de tránsito sobre la carretera al mar la privó de los cariños y atenciones de su madre, una mulata bien plantada de ojos como los del abuelo; de la protección de su padre, un humilde cartero de amplia sonrisa, hijo único y orgullo de aquel hombre de nívea cabellera y barba exageradamente poblada. El rancho, como ella lo llamaba, quedaba a dos cuadras de lo que había sido alguna vez la casa principal de mercado de su pueblo natal. Los años fueron los encargados de hacer surgir una nueva clase social preocupada más por el toque moderno y la apariencia aséptica de sus construcciones, obligando a la desaparición de aquellos ranchos humildes. Lo poco del dinero logrado había servido para pagar los primeros diez meses de arriendo: un cuarto húmedo y oscuro en uno de los “modernos” edificios construidos en todo el centro del poblado, junto a la Registraduría. El abuelo se había visto obligado a trabajar como celador de un parqueadero mientras ella adelantaba sus estudios en la escuela y posteriormente en el colegio del pueblo. La universidad había sido a otro precio que no quise enterarme pues me urgía develar aquella extraña relación entre mis sueños y su agitado pasado.
El dolor en mi pierna izquierda ponía en duda la naturaleza onírica de aquellas experiencias cuya confusión iba en aumento al escucharla atentamente sin que fuera necesario haber hecho mención alguna de aquel nuevo suceso que ya dudaba en llamarlo sueño. Nuevamente su descripción había sido exacta, hasta se atrevió a decirme que las uñas de mi pie izquierdo estaban manchadas de mora, lo cual pude comprobar al llegar a casa y me hizo ruborizar al extremo pues mi desnudez había tenido un testigo de carne y hueso; y no cualquier testigo.
Las siguientes tres noches fueron idénticas: extraños personajes apareciendo en medio de escenas surrealistas, un golpe aquí, una marca allá que al final terminaba con el reloj sonando a las cinco y mi cuerpo recogiendo una a una la evidencia, no de lo soñado, sino de lo vivido. A la lesión en mi rodilla y las uñas manchadas de mora, se sumó una cortada en la frente, una mordida en la tetilla derecha y un profundo rasguño en el brazo izquierdo.
Afortunadamente empezaba el fin de semana.
Ese viernes al salir de la oficina, pasadas las siete de la noche, preferí recorrer el pueblo en busca de un lugar donde beber. Rehuí la invitación de Néstor pretextando un fuerte dolor de cabeza. Quería embriagarme, enfrentar un nuevo juego tormentoso de episodios fantasmales con el escudo de la inconsciencia etílica.

Alguien llamaba a la puerta. Los golpes parecían retumbar desde lo más profundo de mi cráneo. El reloj marcaba la una de la tarde y doña Celina me avisaba que el almuerzo hace más de media hora estaba servido. La boca me sabía a óxido y el martilleo en mi cabeza cada vez más intenso. Busqué un vaso de agua y apuré dos dolex que en instantes desaparecieron el zapateo entre oreja y oreja. Me confortaba comprobar que no había “soñado”. Al parecer el alcohol volvía a traer la normalidad a mis noches. Al revisar mi cuerpo con alivio pude comprobar que las antiguas marcas se mantenían.
Ese sábado no salí de casa. Estuve releyendo algunas novelas policíacas, de vez en cuando me levantaba a buscar algún canal de TV que alternara mi entretención. No podía olvidar el enigmático rostro del abuelo de Mariana.
Pasadas las doce de la noche, luego de un especial de vida salvaje en el canal 45, busqué mi cama para conciliar el sueño.
El domingo había sido perfecto. Me embargaba una felicidad tan inusual que me levanté bien temprano, busqué mis zapatos deportivos y salí a trotar durante quince minutos. La vida regresaba a su cauce normal y la alegría era más que inmensa.

Hoy el día estuvo otra vez muy pesado, si seguimos así vamos a necesitar pedirle un aumento al jefe, claro que con ese nuevo coordinador las cosas serán a otro precio, como si la oficina fuera de él, mejor vamos y nos tomamos la fría que me despreció el viernes. No podía negarme, Néstor tenía razón, el día estuvo muy agitado, casi sin tiempo para salir a almorzar, en pocas palabras sin tiempo para siquiera un tinto. La música de Leo Dan nos iba relajando y aunque quisiéramos solo una cerveza el ambiente y la charla nos obligaba una nueva pedida. Aunque sea lunes, compañero, lo invito a brindar por ésta vida que sí es la que nos merecemos, lejos de jefes y coordinadorcitos que más parecen dictadorzuelos de pacotilla…ah que Mariana, sí, sí, bien buena… pues por ella también brindemos, compañero, ya sabe, nos ha sabido dejar, cómo no sabe, no, no la trasladaron, la encontraron muerta en el baño del apartamento, dicen que puede ser desde el viernes en la noche o quizá el sábado, a la salud de ella porque estaba muy buena, compañero, yo lo iba a buscar para que fuéramos al entierro pero ni modos, se me pasó por alto… ja ja ja… por su alma bendita que también debe estar bien buena. A su salud, también dije yo, pagamos la cuenta y nos despedimos recordando que la entrada era una hora más temprano.

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