lunes, 31 de enero de 2005

... de Pistolas y Rosas (Capítulo 16) FINAL

La luz entra a pedacitos. Mi reloj marca las once y diez minutos. De seguro es una mañana fría, se siente en los pequeños soplos que se cuelan por entre la angosta escotilla que da a la calle. Si no es por el reloj y por las rebanadas de luz proyectadas con la más absoluta timidez del que llega sin querer dejarse sentir, pensaría que el mundo se ha sumergido en la más oscura y eterna de las noches. Son tantos los recuerdos y tan fuerte el galopar de las imágenes que ya no queda tiempo para dormir porque hasta en los sueños más livianos se repiten las historias, los días y todo vuelve a empezar desde aquel día, o mejor, desde aquella tarde de lunes, de Gun’s and Roses retumbando y del timbre… como una estela filmográfica de nunca acabar, de siempre comenzar, recomenzar y de yo aquí, de yo aquí sintiendo los dientes fríos, no solo de la soledad, también del abandono, inquiriendo entre mis huesos como un vampiro blando, de necia cabellera. Siento un hambre intensa, las tripas no protestan, rugen. No sé si se acordarán hoy de mí, se olvidarán que existo, tal vez, olvidarán traerme aunque sea un pedazo viejo de pan, que no olviden hacerlo acompañar de agua, y unos palillos por si las moscas, necesito bañarme, asearme, o es que no les huelo cuando acordándose de mí traen de comer y abren la escotilla, no comprenden que la humedad agiganta muy a menudo mi frágil vejiga, ni fuerzas tengo de contenerme y sschhhhhhiiiiissssss… qué pena con ustedes pero si fueran un poquito más comprensivos no tendrían que. En ocasiones las paredes se me hacen monstruos gigantescos, endriagos grises y oscuros de ciegas intenciones inquietos por aplastarme pero que se niegan a destruir al juguete desgreñado, maloliente, agrísense y demás, que me les he convertido. Dos mas dos, a veces es cinco, a veces seis, y muy pocas veces es cuatro, esto me preocupa, por eso pruebo con las multiplicaciones, lo cual al final me deja más que resignada… convencida; vuelvo a intentarlo, pruebo ahora con la tabla del uno y los números decimales aparecen bailando, cantando, gimiendo y también –quién pudiera creerlo–, multiplicando; me ciño al retrete y con una baba silenciosa entre labios descubro maravillosas analogías, como ésta: papel higiénico-servilleta; el parecido es, la analogía, quise decir, particular, sustancial, sí, de sustancias, tiene que ver mucho con la sustancia.
Han pasado más de dos horas y todo sigue igual: el frío, la brisa, la luz, el casi-silencio, y el hambre. Me escudo en los juegos de infancia, el mar, las ballenas y el capitán; descubro en la punta de mis dedos el poderoso rayo equis de tan poderoso alcance y tan desmedido temor en los enemigos, pero huele a risa y eso no está bien, no está bien porque la risa provoca hambre y no me han traído ni siquiera el desayuno.

—Hasta ahora no ha dicho su nombre.
¿Para qué quiere mi nombre? O es que ¿no le basta con saberme aquí, entre los monstruos de mi infancia, la tortura del hambre, la soledad y el silencio?
—Por lo menos ¿quién es usted?
Mi profesión ya debe saberla y sabrá porqué estoy aquí y además dónde estoy.
—Habla de su profesión como si fuera ayer.
Ya lo sé.
—¿Por qué hizo lo que hizo con la Nati? ¿No dizque era su mejor amiga?
Eso ya lo dejé bien claro.
—Al menos su nombre artístico.
Juliana.
—Y de los asesinatos.
No sé.
— ¿Algún familiar?
Tan solo un hermano, no más.
— ¿Él aún vive?
Eso creo.
— ¿Nunca lo buscó?
No quedó tiempo.
— ¿Cuánto cree que va a durar más ésta historia?
No sé. Tal vez ya terminó y usted no se dio ni por enterado(a).
— ¿Vivía en arriendo?
No.
— ¿Pagaba impuestos por el apartamento?
Cumplidamente, ¿por qué?
— ¿Qué nombre se leía en la factura de impuesto?
Marla Díaz Palacios.

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