Nunca me interesé por la vida de los demás, es más, era casi imposible trabar relación alguna con cualquiera de los que allí vivieron; estaba obligada a extenuantes jornadas laborales contrarias en horario y exigencia a las de un trabajador normal. Ellos llegaban, yo salía; ellos salían, yo regresaba. Maneras descuadradas de ganarse la vida. Aún así, consideré extraña la circunstancia de que un muchacho a su edad, y a esa hora del día, no estuviese, o bien estudiando en alguna universidad, o bien, ganándose el diario de manera alguna que al fin y al cabo no tenía por qué interesarme.
Su tía paterna fue quien luego de la trágica desaparición de sus padres en un lamentable accidente de tránsito, había tomado la decisión de adoptarlo. Marla. Tuve la oportunidad de conocer su nombre gracias a los recibos que todos los meses llegaban al buzón de mensajería del 402. Siempre me encantó revisar la correspondencia ajena, era inevitable, luego de abrir la puerta metálica que daba acceso al edificio. Una vetusta caja de madera empotrada en la pared, con varios números de tres cifras inscritos en color blanco sobre menudas ranuras que identificaban uno a uno los departamentos, hacía las veces de buzón. Me llevaba algo menos de cinco minutos revisar la correspondencia de cada uno de los casilleros (nombre bastante sofisticado para tan precarios habitáculos), verificar nombre, número telefónico y de apartamento; método indelicado de conocer a mis vecinos, pero que de algún modo compensaba esa extraña dificultad de relacionarme; era sin duda la manifestación teórica de tantas horas libres frente al televisor digiriendo emisiones enteras de The History Channel, el mundo del espionaje: sus protagonistas, sus métodos, técnicas y errores más cruciales.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario