viernes, 21 de enero de 2005

... de Pistolas y Rosas (Capítulo 8)


Empecé a preocuparme más cuando alguien llamó a la puerta. Me acerqué y pregunté quién era. Al otro lado, una voz conocida preguntaba si todo estaba bien, pues, no le fue difícil escuchar ruidos extraños que le preocuparon durante la madrugada. Con evidente turbación me disculpé alegando problemas con ratones sin caer en cuenta que era una excusa demasiado poco creíble, pero algo debía ocurrírseme en ese momento como para evitar ser más sospechosa. Aunque no tuve que hacer mayor esfuerzo en evadirle, sin necesitar abrirle, un leve temblor empezó a desdibujarme todo el cuerpo. Por primera vez tuve miedo, un miedo que subía de los pies en dirección a mi lengua que, de por sí, ya era una bola. El piso era un lodazal de sangre y entrañas, una felpa de vómito espeso subiéndome y obligándome a cerrar con manos y fuerza la boca. Estaba trastornada luego de sentir al joven del 402 preocupado por lo que pudo suceder en mi departamento. La idea de no abrirle fue perfecta, no hubiese podido evadir sus ojos inquisidores. Pero ahora, todo era un tiovivo girando desproporcionadamente y sin control. Tomé un descanso para quitar con jabón y agua algo de sangre y de piel. El espejo reflejaba la imagen de alguien ahuecado en su propio sudor, en su propia angustia, y de nuevo ahuecada en la sangre que no era suya, de otra ella, de muchas ellas, tal vez, pero nunca suya. Nunca mía.
La nevera.
Pensé que era el mejor lugar para esconder a la Nati, o mejor dicho, esconder su cuerpo mutilado. ¿Pero qué más podía hacer? Esconderla allí no fue problema, no necesité desocuparla pues casi siempre la nevera estaba vacía, nunca por falta de dinero sino de tiempo y algo de voluntad. Prefería siempre la comida chatarra: hamburguesas, perros, pinchos, pizzas, etc. Algo rápido, sin compromisos nudosos de cocina.

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